EL FIN DEL ESPEJO
Eligio Palacio Roldán
Las brumas comienzan a apoderarse del entorno, un vientecito helado asciende desde la quebrada. El viajero regresa al cementerio. Quiere saber si aún las aves llevan cabellos hasta la tumba de Luciana. Se detiene. Un sol tenue y pálido ilumina la escena, no logra distinguir las formas del campo santo. No encuentra el simbólico arco gótico bajo el cual se abrían las puertas del más allá, a los habitantes del pueblo.
Jadeante asciende por la ladera de la pequeña la colina, recorre un número de escalas que se le hace infinito. Trata de encontrar el Angel del Silencio, quien tantas veces fue su confidente. No lo encuentra. Unas moles que se le antojan gigantes o quizás “molinos de viento” impiden su paso.
Deambula de un lado a otro: anhelante, delirante, ofuscado, rabioso, lloroso. No encuentra el Angel, ni los pinos similares a los del parque del pueblo, ni los agapantos, ni las callejuelas, ni las tumbas, ni los habitantes del cementerio.
Tropieza una y otra vez. Cae para volverse a levantar. Recuerda lágrimas y amores vividos en cada espacio, en cada tiempo, en este lugar. Cientos de historias: los grandes y suntuosos funerales, los entierros en secreto, el llanto de alguna madre que no pudo ver crecer a su hijo; las explicaciones que pidió algún día un joven por no tener padres, las de muchos seres que nunca nacieron, las de otros que no crecieron. Muchas iras, amenazas y maldiciones. Alguna bendición.
El viajero se detiene. Unas bóvedas vacías se le antojan cuencas de ojos de monstruos, que parecen devorarle. Algunas aves alzan su vuelo, a su llegada. Y, allí, en el piso, un manojo de cabellos, le indican que esta frente a la tumba de Luciana. Toma el cabello en sus manos, lo lleva a su rostro, lo huele, lo aspira, lo acaricia. Solloza. Quiere recordar, no lo consigue. La indignación se apodera de sus ser. No puede.
El cementerio había sido construido por los habitantes de la localidad para perpetuarse, para vigilar los descendientes que ocupaban sus lugares en el área urbana, para ser eternos. Era el espejo del pueblo. Todos habían contribuido a la obra, desde los más pobres hasta los grandes gamonales, habían entregado sus dineros a la iglesia para construir una vida, más allá de la muerte. Ahora, sus descendientes, hacían lo mismo; pero esta vez para expulsarlos, para dejar sus restos a la intemperie y permitir, a esa misma iglesia, un negocio rentable.
El viajero no entiende por qué los seres humanos pasan su vida engañados, por una religión, que utiliza la imagen martirizada de Jesús, para perpetrarse en el poder, en la opulencia; con ropajes de secta y maneras de reyezuelos; en altares construidos para honrar a Dios, usados para engañar al hombre y exprimirle hasta la última gota de sudor, y así saciar su ambición de dinero y poder.
El viajero no resiste la presión de sus pensamientos, le duele la cabeza. Los recuerdos se le agolpan tumultuosos. Siente que fueron engañados. Quiere encontrar a Everardo, Daniel, Paz, Estefanía, Pedro Antonio, Antonio José, Gabriel, Israel, Cruz, Anita, Mercedes, Jorge… en fin, a todos los que habitaron primero el pueblo y luego el cementerio y mostrarles esta gran estafa; decirles que el dinero que entregaron a la Iglesia fue utilizado en su contra. Que los traicionaron.
Era demasiado tarde: el espejo del pueblo lo habían hecho trizas. Solo quedaban restos esparcidos sobre la colina y unas moles, símbolo de la soberbia de los “Ministros de Dios”.
faltó foto ilustrativa………………………….
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Hola, me gusta mucho visitar este blog, es actual y profundo, solo una cosita, me gustaria ver historias alegres, paisajes alegres…
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Estamos inmensamente sorprendidos por tu esmero y dedicación para la realización de este blog, el cual contiene relatos aunque nostálgicos, agradables para el lector.
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