ARROGANCIA

ARROGANCIA
Eligio Palacio Roldán
El viajero recuerda muchas escenas similares: Decenas de mujeres suplicantes y varios representantes de Dios, en la tierra, Arrogantes.

El viajero dibuja, sobre el frío porcerlanato blanco, los cientos de polígonos que formaban las baldosas. No entiende por qué fueron reemplazadas por este piso, estilo narco. Observa las columnas blancas con adornos en oro y gris, antes rojo y oro, que ocultan el ladrillo de otros tiempos; las bancas de madera donde se sentaron todos los habitantes del pueblo, incluso aquellos que fueron señalados y marginados; y el lugar que ocupaba el púlpito, en una época donde los sacerdotes tenían ascendencia, sobre los demás mortales.

Está en la iglesia. Al fondo, la Virgen de los Dolores parece mirarle con un amor triste, bastante triste.

Ahora sus manos palpan el viejo armonio, aquel al que Alberto, le arrancaba melodías del alma. Melodías para celebrar, conmemorar o despedir. Melodías de siempre y para siempre. Melodías que impregnaron este espacio y permanecen en la memoria colectiva del pueblo. Algunos dicen, incluso, que todavía se escuchan, después de la media noche.

El viajero se detiene, al finalizar la nave central, junto al altar. Gira a la izquierda y se arrodilla. Piensa que en este lugar sucedieron los hechos trascendentales de su existencia: A los dos días de nacer lo trajeron a bautizar y, tan solo, unas horas después de morir lo ingresaron, secretamente, para la ceremonia fúnebre.

Recuerda, el día en que Catalina, se burló del sacerdote, que desde el púlpito enrojecía y palidecía alternadamente, por la rabia que le producía la presencia de una mujer de la “vida alegre” en el templo.

El viajero sonríe. Quiere seguir recordando, pero unos pasos y unas voces acaloradas, que se acercan, interrumpen sus pensamientos.

¡Tenga misericordia!, ¡padre bautícelo!. Dice una mujer.

¡No insista!, ¡es un hijo del pecado!. Grita un anciano sacerdote, de piel atesada, cabello blanco y mirada libidinosa. Colaborador de los asesinos.

El viajero recuerda muchas escenas similares: Decenas de mujeres suplicantes y varios representantes de Dios, en la tierra, Arrogantes.

La puerta de la sacristía se cierra, con violencia, y la mujer se devuelve llorando. De rabia. Se siente impotente.

Es humilde. Se le nota en el vestir, también en el caminar, en el ser, en el estar en la tierra, en la mirada. En sus ojos infinitamente negros.

El viajero se siente suspendido en el tiempo. Ahora entiende porque muchos dicen que este pueblo, a pesar de los cambios de maquillaje, sigue siendo absolutamente eterno.

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EL FIN DEL ESPEJO

EL FIN DEL ESPEJO
Eligio Palacio Roldán

Las brumas comienzan a apoderarse del entorno, un vientecito helado asciende desde la quebrada. El viajero regresa al cementerio. Quiere saber si aún las aves llevan cabellos hasta la tumba de Luciana. Se detiene. Un sol tenue y pálido ilumina la escena, no logra distinguir las formas del campo santo. No encuentra el simbólico arco gótico bajo el cual se abrían las puertas del más allá, a los habitantes del pueblo.

Jadeante asciende por la ladera de la pequeña la colina, recorre un número de escalas que se le hace infinito. Trata de encontrar el Angel del Silencio, quien tantas veces fue su confidente. No lo encuentra. Unas moles que se le antojan gigantes o quizás “molinos de viento” impiden su paso.

Deambula de un lado a otro: anhelante, delirante, ofuscado, rabioso, lloroso. No encuentra el Angel, ni los pinos similares a los del parque del pueblo, ni los agapantos, ni las callejuelas, ni las tumbas, ni los habitantes del cementerio.

Tropieza una y otra vez. Cae para volverse a levantar. Recuerda lágrimas y amores vividos en cada espacio, en cada tiempo, en este lugar. Cientos de historias: los grandes y suntuosos funerales, los entierros en secreto, el llanto de alguna madre que no pudo ver crecer a su hijo; las explicaciones que pidió algún día un joven por no tener padres, las de muchos seres que nunca nacieron, las de otros que no crecieron. Muchas iras, amenazas y maldiciones. Alguna bendición.

El viajero se detiene. Unas bóvedas vacías se le antojan cuencas de ojos de monstruos, que parecen devorarle. Algunas aves alzan su vuelo, a su llegada. Y, allí, en el piso, un manojo de cabellos, le indican que esta frente a la tumba de Luciana. Toma el cabello en sus manos, lo lleva a su rostro, lo huele, lo aspira, lo acaricia. Solloza. Quiere recordar, no lo consigue. La indignación se apodera de sus ser. No puede.

El cementerio había sido construido por los habitantes de la localidad para perpetuarse, para vigilar los descendientes que ocupaban sus lugares en el área urbana, para ser eternos. Era el espejo del pueblo. Todos habían contribuido a la obra, desde los más pobres hasta los grandes gamonales, habían entregado sus dineros a la iglesia para construir una vida, más allá de la muerte. Ahora, sus descendientes, hacían lo mismo; pero esta vez para expulsarlos, para dejar sus restos a la intemperie y permitir, a esa misma iglesia, un negocio rentable.

El viajero no entiende por qué los seres humanos pasan su vida engañados, por una religión, que utiliza la imagen martirizada de Jesús, para perpetrarse en el poder, en la opulencia; con ropajes de secta y maneras de reyezuelos; en altares construidos para honrar a Dios, usados para engañar al hombre y exprimirle hasta la última gota de sudor, y así saciar su ambición de dinero y poder.

El viajero no resiste la presión de sus pensamientos, le duele la cabeza. Los recuerdos se le agolpan tumultuosos. Siente que fueron engañados. Quiere encontrar a Everardo, Daniel, Paz, Estefanía, Pedro Antonio, Antonio José, Gabriel, Israel, Cruz, Anita, Mercedes, Jorge… en fin, a todos los que habitaron primero el pueblo y luego el cementerio y mostrarles esta gran estafa; decirles que el dinero que entregaron a la Iglesia fue utilizado en su contra. Que los traicionaron.

Era demasiado tarde: el espejo del pueblo lo habían hecho trizas. Solo quedaban restos esparcidos sobre la colina y unas moles, símbolo de la soberbia de los “Ministros de Dios”.

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