
El Viajero leyó sobre la cinta: “Aquiles Pérez Santos 1889-2001”. Sonrió y tarareó una vieja canción…
“Todo lo acaban los años
dime que te llevas tu
si con el tiempo no queda
ni la tumba ni la cruz”
Siendo muy niño, alguna vez, Aquiles, escuchó que una pariente había fallecido por una hemorragia, fueron varios días lavando las sábanas para desmancharlas; un día tropezó y su rodilla comenzó a sangrar, entonces creyó que iba a morir. Lloró, sin consuelo, por varias horas, hasta que logró que su padre le comprara un ataúd. Su obsesión por la muerte les hizo pensar, a muchos, que su vida sería breve. Tenían razón, su existencia fue corta; se reusó a vivirla por miedo al “más allá”.
Aquiles celebró 109 navidades con la muerte, ahí, debajo de su cama. Cada diez años cambiaba su deteriorado ataúd. Siempre tuvo presente que muy pronto se iría a morir, pero la muerte se demoró en llegar.
En las noches, sin luna, la muerte invadía todo su espacio, la sentía tan próxima que solo atinaba a llorar, tanto que, sus lágrimas mojaban dos docenas de pañuelos de seda, blancos. Las luces artificiales se encendían con prontitud para evitar el terror; pero, afuera, la oscuridad lo dominaba todo.
Nunca quiso cerrar sus ojos, le parecía que si lo hacía se iba a morir.
Vio la muerte en cada animal, en cualquier corriente de agua, en los árboles, en los vehículos, en su casa. Caminaba lerdo tratando de descubrir las amenazas, los peligros. Su mirada recorrió, con pánico, cada hueco, cada precipicio, algún elemento punzante. Se la pasaba describiendo “las mil y una” formas de cómo llegaría la muerte, a terminar con su vida.
En las noches de violencia, en Lapario, durmió debajo de la cama, entre su ataúd, tratando de escuchar los pasos, primero de la chusma, luego de las guerrillas de izquierda o de derecha, de los narcotraficantes o de los delincuentes comunes, que llegarían por él, para matarlo.
Nunca saludó a un enfermo, ni asistió a un entierro. Tal vez se contagiara.
En las calles, se le vio siempre con un pañuelo, blanco, en la mano con el que cubría su boca y nariz. Algunos dijeron que era boquineto, otros que tenía una hermosa boca, que cubría por miedo a las infecciones.
En su casa, nadie podía usar su vajilla y sus cubiertos; primero su mujer y luego quienes le cuidaron tenían que estar vestidos de blanco y desinfectados, para estar en contacto con él o con sus alimentos.
Cuando hizo el amor con su mujer se desinfectó obsesivamente antes y después del coito, no fuera que le contagiara alguna enfermedad. Nunca la besó.
Tampoco besó a sus hijos, ni los acompaño en sus resfriados. Que tal que se enfermara.
Nunca le estrechó la mano a alguien. Para el saludo de paz, en las épocas en que asistía a misa, usó guantes.
Y la muerte llegó tranquila, a pleno sol de mediodía, lo encontró durmiendo en su cama, con una dulce sonrisa en los labios.