EL REGRESO
Eligio Palacio Roldán
El viajero extiende sus extremidades tratando de ahuyentar un sueño que lo venció por muchos años. El frío de la madrugada le hace chasquear los dientes, trata de ver, en medio de la neblina, unas ratas que parecen juguetear a su lado. Al frente, abajo de la colina, un resplandor inmenso atrae su atención: 10, 20, 40, 80, ¿cuántos años hace que no visita el pueblo?. No lo recuerda.
Camina lentamente por el antiguo callejón que lo lleva a la plaza, el rio se le antoja un riachuelo comparado con aquella imagen del recuerdo. A su memoria llega la noche en que doña Gabriela arroja, a las frías aguas, el feto que le hizo expulsar a su hija Carmen.
Unos minutos más tarde se encuentra en una plaza atestada de gente. No recuerda un hecho similar, quizás cuando capturaron a Jesús luego de degollar a Luciana. En ese entonces las gentes estaban indignadas; ahora parecían eufóricas.
Mira a su alrededor y lo único que lo ubica, en el pueblo de sus recuerdos, es la iglesia. Las demás construcciones le parecen un apilonamiento de cajas de cartón iluminadas; ya no podía observar los sauces que custodiaban el pueblo y mucho menos los pinos de las colinas cercanas, tampoco el cementerio. Un inmenso kiosko ocupaba la cuarta parte de la plaza y al frente de la iglesia, en una tarima de color amarillo, un artista interpretaba una melodía…
“Siempre que hago el intento de olvidarte
oye tirana no lo puedo lograr
siento los mismos deseos de besarte
oye tirana tu me vas a matar
habiendo tantas mujeres en el mundo
y yo solo contigo me tenía que encontrar”
Unos jinetes, en unos caballos que le parecieron gigantes, repetían la canción mientras disparaban al aire; en las escalas de la iglesia, los amantes vivían una noche de amor desconociendo la multitud a su alrededor; en el pavimento miles de botellas, en medio de la basura y los restos de comida, indicaban un consumo de licor desaforado; unos jóvenes aspiraban un polvo blanco que le pareció harina de trigo… No entendía lo que sucedía.
En una esquina algunos hombres ofertaban por las prendas de una dama: un millón por el sostén gritaba uno, dos millones por las tangas gritaba el otro. La mujer mostraba un cuerpo sensual, en unas dimensiones que nunca imaginó.
Mira los hombres y mujeres a su alrededor y le parecen seres distintos, quizás más hermosos, más luminosos. No entiende como sus cuerpos, casi desnudos, resisten las bajas temperaturas de la madrugada, tampoco entiende muy bien su lenguaje y el comercio a su alrededor. Trata de acercarse. Una joven de unos 16 años lo observa y grita aterrorizada. “Se prendió”, dicen sonriendo sus acompañantes.
El viajero camina un poco acelerado hasta un café de la calle real; allí observa a Rosario y Anabel, dos mujeres que dedicaron su existencia a ver pasar, frente a sus ojos cansados, la vida de las gentes. Les escucha:
- Una nueva realidad vive el pueblo, una realidad en la que desapareció la cultura campesina para dar paso a la cultura traqueta, dice Rosario.
- Todo comenzó por allá en los años 80, afirma Anabel
- Si el narcotráfico nos transformó, es la herencia de Pablo, complementa Rosario.
- El dinero nos cambió para siempre, concluye Anabel
Las miradas de las mujeres se pierden tras un hombre, que ensangrentado, llevan en hombros hacia el hospital.
El viajero continúa su camino. Pronto amanecerá.