¡PÁNICO!

¡PÁNICO!

Eligio Palacio Roldán

Era una posibilidad tan remota que nunca la contemplo al estructurar su plan de vida. Es más, nadie siquiera la imaginó y seguían construyendo “Castillos en el aire” similares a los que describiera en su canción Alberto Cortez; pero “nada es eterno en el mundo” y se comenzaron a escuchar rumores.

Primero fueron unas cuantas voces de gentes fatalistas a las que “no se les puede prestar atención”; después, el rumor fue creciendo. Algunos incluso comenzaron a sacar las pertenencias de sus casas y el pánico fue cundiendo en todas direcciones.

Algunos dijeron que la catástrofe era imposible, que la ciudad estaba construida sobre una formación rocosa que cubría todo el valle y tenía algunas puntas en municipios cercanos.

Los movimientos comenzaron imperceptibles, la mayoría no los sintieron, pero con el tiempo se fueron agudizando. Las gentes presintieron el agrietamiento de las paredes de sus casas y comenzaron la huida, huida que fue creando una batalla campal pues nadie sabía cual camino tomar.

El pánico se apoderó de la muchedumbre mientras la tierra temblaba, los edificios se desplomaban y las gentes caían al piso de unas calles fracturadas, repletas de basuras, y en medio de nubes de polvo se iban fundiendo con los escombros en una masa sanguinolenta que atraía centenares de buitres.

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LAS ARENAS DEL DESIERTO

LAS ARENAS DEL DESIERTO

Eligio Palacio Roldán

Languidecía la tarde cuando ingresó al supermercado de la ciudad que visitaba de vez en cuando. Aún había tiempo de mirar el brillo del sol sobre la montaña que se asomaba tras la vidriera; no en vano, allí se celebraban “Las Fiestas del Atardecer”. Sin saber cómo atravesó el cristal que daba paso al desierto encerrado entre algunos edificios, el sol hacía brillar las arenas a tal punto que era imposible mirarlas con detenimiento. Le dolían los ojos.

Caminaba solo en medio de un desierto que se ampliaba a cada paso, en cada susurro, en cada pensamiento, en cada respiración. Las montañas crecían y aumentaban su inclinación, el piso se movía y él se hundía en una arena cada vez más negra, cada vez más brillante.

Miró a su alrededor, el paisaje le era extraño, desconocido, estremecedor. Oscurecía. Sintió miedo. Debía regresar, claro, pero no sabía cómo. Estaba perdido, en medio de las arenas del desierto.

EL TRASTEO

EL TRASTEO

Eligio Palacio Roldán

Siempre quiso cambiar de casa, pero no de esa manera. Lo había hecho de afán, no recordaba muy bien por qué; quizás fue la guerra, una tragedia anunciada que se cernía sobre la zona que habitaba, una amenaza, su locura o el desamparo que produce la enfermedad y la vejez. Lo cierto es que allí abajo estaba el vehículo que lo llevaría a esa nueva vida y él no estaba preparado para marcharse.

Como pudo recogió parte de sus cosas, las que primero vio o las que más le dolían. No todas, muchas se quedaron esparcidas por el piso o guardadas en lugares que ni recordaba. El descenso fue difícil, las piernas no le respondían y desde el vehículo lo acosaban. No había tiempo, era necesario marcharse ya.

Recorrió pequeños montículos que se le antojaron montañas. En el momento de subir al carro, donde dos pares de ojos fríos y despiadados lo esperaban, vio en la parte más alta de su jardín la caja que contenía sus libros, como pudo se arrastró hasta allí enfrentando el peso de su cuerpo y la presión que le hacían desde el vehículo. A punto de alcanzarlos rodó cuesta abajo y solo despertó a la entrada de su nueva casa.  Allí no había lugar para él, aunque sabía tenía parte en ella. Le tocó alojarse en la buhardilla, pero su peso, ese peso que le dificultaba el movimiento no le permitió alcanzarla.

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