SILENCIOS CÓMPLICES

SILENCIOS CÓMPLICES

Eligio Palacio Roldán

A comienzos de siglo, cuando no existía el wifi  y la conexión a internet era vía telefónica, le presté mi conexión al jefe de sistemas de la empresa donde laboraba para “bajar un antivirus el fin de semana”;  pasaron los días y cuando el sujeto sabía que yo estaba laborando, sus parientes, utilizaban mi conexión.

Extrañado por la dificultad de mi familia para obtener conexión a internet, llamé a la empresa proveedora, Geonet S.A., y me informaron  que no era posible la conexión por cuanto lo estaban haciendo desde otra línea telefónica. Pregunté cuál y era el de la casa del mencionado jefe. Indignado cambié la clave de conexión y llamé al número indicado. Un hijo del compañero de trabajo  contestó y dijo no saber de qué le estaba hablando.

Mi rabia era intensa pero no me atreví a decirle nada al ladrón de mi internet. Sin embargo, un calor intenso me subía a la cara cada vez que tenía que relacionarme con él y me era complicado mirarlo a los ojos. Obvio, la relación se fue deteriorando por mi indignación y desconfianza. Un día, más de dos años después de ocurridos los hechos, no soporté más, lo traté mal y lo denuncié al interior de la entidad. El fallo fue absolutorio y palabras más, palabras menos, se debió a que no lo denuncié a tiempo y solo me “movía el resentimiento”. El fallo pasó por alto las pruebas contundentes aportadas por la empresa proveedora de internet.

Esta historia viene a colación por lo sucedido a la colega Claudia Morales y la escribo para tratar de explicar y apoyar no solo su silencio sino su indignación y el hecho de que haya descrito uno u otro hecho revelador sobre la identidad del ser ignominioso que la violó. Es que es muy difícil, para mi imposible, ocultar la rabia que produce el abuso de confianza, el irrespeto y el atropello de otro ser humano y claro, lo más perverso, una violación.

Aguantó demasiado Claudia Morales, pero era predecible que no podía callar para siempre. Ahora, al haber entrado en detalles, que pueden lesionar a personas inocentes, debiera confesar el nombre del agresor, para dejar libre de culpa a los demás sospechosos, pero… ¿Cómo hacerlo?, ¿Cuáles son las pruebas?, ¿Quién le va a creer?, ¿Quién va a entender que no la motiva un ánimo de venganza o una posición política? Difícil, la tiene la reconocida periodista.

Así como a mí, en su debida oportunidad y por un hecho casi irrelevante frente a la gravedad  de una violación, le pasó el tiempo de denunciar hechos tan vergonzosos que producen, además de indignación, vergüenza ajena por la “calidad” de los agresores.

¿Y qué tal que el agresor reconociera su culpa y le diera la cara al país? Ese si sería un hecho relevante en la historia de Colombia y del mundo, un hecho más enaltecedor que denunciar la corrupción ante los micrófonos de la radio cada mañana o haber derrotado a las Farc. Obvio, esto no va a ocurrir, somos un país de cobardes, de seres que no reconocen sus culpas y que tratan de ocultarlas a como dé lugar. Incluso, inculpando a otros.

ANTES DEL FIN

Lánguidas, insípidas y tediosas la actual alcaldía de Medellín, Gobernación de Antioquia y Presidencia de Colombia, quienes las tienen a su cargo parecieran seres derrotados.

Similares sensaciones se presentan al observar los candidatos a la presidencia de la república.

¿O los derrotados seremos todos los colombianos?

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SIN ESPERANZA

SIN ESPERANZA
Eligio Palacio Roldán
La inundación era tan grande, tan grande, como el dolor de Martín, y tan pequeña, tan pequeña,  en comparación con la ausencia.

creciente roja

El Viajero quiere observar en una fotografía aérea los espacios que recorrió en su infancia; ingresa al archivo del pueblo y su mirada se posa en unas hojas amarillentas que no puede, no quiere, esquivar.

Demanda por violación contra Martín Vallejo…

Lapario, agosto de 19..

Esa sensación mental de encontrar la solución a un enigma, acompañada de un sudor frío recorriendo su cuerpo, acude de nuevo a El Viajero;  por unos instantes siente quizás lo mismo que Aurelio Babilonia, el mítico personaje de Cien Años de Soledad,  cuando descubrió el contenido de los pergaminos. Ahora, también, era demasiado tarde, ¿Cuántos años habían pasado para, de un momento a otro,  descubrir el origen de la tragedia?  Y ¿Para qué conocerlo? ¿Para qué, si  sus protagonistas ya ni siquiera habitaban el cementerio?…

Aquella noche la quebrada separaba con furia y violencia el pueblo y el cementerio, como era habitual en el mes de mayo, sobre el agua se reflejaban las antorchas que, cual luciérnagas, iluminaban el camposanto. Desde el pueblo, cuando el ruido del agua lo permitía, se escuchaban los sollozos de las mujeres y las palabras doloridas y de venganza de los hombres.

En la orilla opuesta, la del pueblo, se sintieron los gritos desgarrados de Martín Vallejo y unos disparos al aire. El pueblo guardó silencio.

La inundación era tan grande, tan grande, como el dolor de Martín, y tan pequeña, tan pequeña,  en comparación con la ausencia.

Esperanza había muerto a causa de una enfermedad misteriosa y contagiosa; sus piernas comenzaron a inflamarse de tal manera que hubo que cambiar sus ropas, por unas más anchas; su hermoso rostro fue cambiando a uno más lúgubre, triste y desaliñado. Se le veía suspirar por los rincones, con la cabeza siempre baja, “sin esperanza”.

Murió en las primeras horas de la mañana. Dijeron que desangrada, algunos vieron correr agua de color rojo hacia la quebrada; después, la lluvia lo lavó todo, hasta las conciencias.

Que no la pudieron llevar a la iglesia por miedo a un contagio, contaban los abuelos. Algunos se atrevieron a decir que el sacerdote no le quiso dar cristiana sepultura. Alguna vez, unas señoras, al salir de la iglesia, dijeron que el padre de Esperanza marchó hacia el pueblo vecino, con una pequeña canasta, vestida de blanco, y que la dejó donde las monjas, a las que ayudó, económicamente, toda su vida.

De Martín no se volvió a saber nada; algunos afirmaron que partió a recorrer el mundo cargado de desgracia, “sin esperanza”; otros que se había vuelto un ermitaño y vivía en la alta cordillera; lucía largas barbas y nadie se le podía acercar, comía vegetales y uno que otro animal que cazaba. A lo lejos, en las noches, se le escuchaba llorar.

Muchos no entendieron que tenía que ver la historia de Martín con la de Esperanza; otros, más suspicaces; dijeron que al padre de Esperanza le había podido más el rencor y el deseo de venganza,  que el amor por su hija.

Y allí, en esas hojas amarillentas, estaba toda la historia:

Esperanza había sido sorprendida en brazos de Martín, en la cocina de leña de la casa.

Ella era un ejemplo de mujer, bonita, hacendosa y cariñosa con sus padres; él un trabajador de la casa, Negro.

Unos vecinos, declararon ante el Juez, que cuando los padres dormían, Martín saltaba la tapia del solar y llegaba hasta la cocina donde Esperanza lo esperaba. Era un amor imposible. El Juez, no les creyó.

Cuando fueron sorprendidos, era demasiado tarde: Esperanza esperaba un hijo.

Martín fue condenado a la cárcel, por violación. Tuvo que huir de Lapario, nunca más pudo volver a ver a Esperanza y ella estuvo esperando el hijo que le devolvería la fe en la vida… Llegó una hija que Esperanza no pudo ver, la hemorragia y la desatención en el parto, para que los habitantes del pueblo no se enteraran, provocaron su muerte.

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