ANTÁRTIDA, INMENSIDAD Y SOLEDAD

ANTÁRTIDA, INMENSIDAD Y SOLEDAD

Eligio Palacio Roldán

Y llegó el día, o la noche, difícil misterio en la tierra de los días y las noches eternas, con un cerebro y un cuerpo que difícilmente asimila otra realidad.

Después de unas dos horas de viaje, desde Punta Arenas, en Chile, se aterriza en una pista en medio de la roca, en la Isla George, Shetland del Sur. La aridez y algunos montículos, que dan paso a algunos aviones y vehículos, te generan la sensación de estar en otro planeta o quizás en la luna, todo es desolación. Un viento helado, muy helado, permea tu ropa, sacude tu cuerpo, pero todo tu ser permanece impávido frente al impactante paisaje. No reaccionas, estás en shock. Los guías imparten instrucciones en un inglés que no asimilas y entonces empiezas a degustar tus limitaciones, a encontrar otras formas de comunicación: una mirada, un roce, una sonrisa, una mano extendida que te brinda seguridad.

Al comienzo, en la embarcación las cosas tampoco son fáciles, el permanente vaivén de las olas te produce vértigo, a veces tienes que buscar apoyo en las paredes, encontrar seguridad desde tu propio centro gravitacional, desde tu esencia. Y afuera toda la belleza de los icebergs, los fiordos, las montañas rocosas sin vegetación y la nieve, la impresionante nieve de todos los siglos, amenazada por el calentamiento global, por una lluvia que la derrite y la precipita al mar.

En el día a día, cada expedición tras la fauna escasa de la Antártida, la belleza de las blancas montañas, los icebergs que bordeas en tu embarcación, que pisas y el mar, ese mar tan diferente al que tu mirada se ha acostumbrado, la alegría de los pasajeros de los zódiac y luego, cada encuentro con los relatos que no entiendes, pero disfrutas, de lo fantástico de cada jornada.

En cubierta, en medio de la inmensidad del paisaje y de la soledad, una mirada perdida en un horizonte sin fin, en un encuentro con el universo que se precipita sobre ti, te derrumba, te deja exhausto, te absorbe, te devora. Y entonces, toda tu vida, tus sesenta años, son un solo instante, una milésima de segundo, donde sientes, no comprendes porque tu intelecto no alcanza para hacerlo, que eres absolutamente insignificante. Nada. Te sientes mareado, no es el barco movido por las olas, es tu inmensa fragilidad. Te acercas a las fronteras invisibles de la locura o de la muerte, del más allá indescifrable. Del más allá de tu esencia. De ese real que sucumbe ante tus pobres saberes sobre la vida, sobre tu vida, sobre el porqué de tu estar en la tierra que no logras dilucidar y entonces te visualizas desde arriba, muy lejos, como un minúsculo ser, en medio de la blanca exuberancia del polo sur.

ANTES DEL FIN

Pasear, para mí, es descubrir cada escenario, con la ansiedad de quien busca agua en el desierto. En la Antártida, una vez recorrido el paisaje, en lo alto de las montañas, allá abajo, en el mar, nuestra embarcación, era tan solo un “pequeño barco de papel” y tu quizás Dios.

Infructuosamente traté de ver un anochecer, un amanecer. Obvio era el verano en la Antártida.

Una muy buena experiencia compartir con gentes cuyo lenguaje es el no verbal. Prima la sonrisa sobre cualquier otro gesto.

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