RENUNCIAS Y NOSTALGIAS

RENUNCIAS Y NOSTALGIAS

Eligio Palacio Roldán

“He renunciado a ti como lo hace el mendigo ante el juguete caro que llevaría a su hijo, como las aves, a las estrellas, como renuncia a ser flor lo que es hierba y cualquier hombre a volver a ser niño”
Canción José José

Renuncia: “Hacer dejación voluntaria, dimisión o apartamiento de algo que se tiene, o se puede tener. Desistir de algún empeño o proyecto. Privarse o prescindir de algo o de alguien”.

RAE

 Nostalgia: “Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”.

RAE

Es tan claro y contundente el significado de la palabra renunciar y tan confusa y vacilante su conjugación, en primera persona, que para hacerlo o aceptarlo de manera voluntaria u obligada requiere tiempo, meditación, elaboración y decisión. Pensar en renunciar es sumergirse en un futuro cargado de nostalgia por un pasado sin pasar, en el temor y la incertidumbre de lo por llegar que quizás nunca llegue, en lo desconocido.  Y a pesar del temor, se renuncia a cada instante, se renuncia al rayo de sol que nos cubrió y dejó alguna huella en nuestra piel, a la mirada que jamás será igual o al pequeño gran sueño que nunca llegó.

La elaboración del duelo, de la renuncia cuando es voluntaria, es más lento y sosegado, pero quizás igual de doloroso que cuando es obligada, es el saber que ya no va más, que ya se cumplió un ciclo, que hay poco que dar o recibir o que simplemente es el momento de decir adiós. Decir adiós es abandonar las personas y por lo general los espacios que las contienen, el día a día, es una transformación del modo de estar y habitar la tierra, de vivir.

Renunciar es abandonar la zona de confort, zona no siempre gratificante pero segura.  “Es mejor malo conocido que bueno por conocer”, dicen algunos y a eso se juega y cuando no lo haces generalmente serás señalado de irresponsable.

La existencia del humano está marcada por las renuncias y por esa renuncia total, la muerte, sin ser consciente de las pequeñas grandes renuncias que se dan a cada instante.

Es tan grande el temor del ser humano a lo desconocido que por eso se crean dioses y demonios, se cierran los ojos y se contiene la respiración, se acelera el ritmo cardíaco y en ocasiones se produce el famoso Déjà vu, ese “instante” en que el presente se hace pasado por temor a enfrentar lo desconocido.

No obstante, lo dicho, las nuevas generaciones manejan las renuncias con mayor fluidez, con menos elaboración, son más conscientes de que la vida es corta y el tiempo se va y que hay que aprovecharla para recorrer nuevos paisajes, nuevos sabores, nuevos colores y nuevas gentes. Sin embargo, por estar en una búsqueda desesperada dejan que pasen instantes valiosos de la propia existencia. “Demórate aquí, en la luz mayor de este mediodía, donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida. Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso, que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo”, canta Mercedes Sossa.

Renunciar o no hacerlo, he ahí el dilema de cada día.

ANTES DEL FIN

Indescifrable el gobierno Petro, tan indescifrable que no he podido construir una opinión sobre él. Esta semana un revolcón que deja por fuera los más petristas y los más moderados.

Excelentes libretos y actuaciones en la novela Ventino esta semana, la maldad y la locura en una actuación magistral de Carolina Gómez. La novela no tuvo acogida entre el público colombiano, pero creo tendrá mejor suerte en las plataformas internacionales.

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LA FUGA

LA FUGA

Eligio Palacio Roldán

No era muy claro el por qué, pero tenía que huir. Tenía que huir como lo hacían todos los habitantes del pueblo. Al comienzo pensó que era una amenaza de inundación, pero luego surgieron las dudas al ver cómo, en la pequeña plaza, se construían albergues subterráneos y ¿para quiénes serían esos albergues si la gente que conocía, de toda la vida, ya había huído?

En ese momento recordó sus pertenencias pero no sintió nostalgia por ellas. Era la primera vez que realmente pensaba en él y no en las cosas que lo definían, porque las gentes del pueblo siempre hablaron de su casa, sus tierras, sus amores, su ganado, sus carros, sus cultivos y de él para identificarlos; no en vano era uno de los hombres más relevantes de la región. ¿Pero quién sabía realmente algo suyo, de su esencia, de su ser? Nadie, porque al fin y al cabo él nunca interesó más allá de lo que tenía.

¿Y ahora qué, como nombrarían las gentes todas esas cosas que dejaba con su impronta? ¿Y esas cosas permanecerían en el tiempo después de marcharse? Sin embargo, para que pensaba en ello, en ese momento nada tenía valor, solo él y encontrar la manera de escapar.

Aunque pensándolo bien no sabía si huía de la vida o de la muerte.

EL CESTO

EL CESTO

Eligio Palacio Roldán

Era la Navidad de un tiempo sin tiempo y, sin embargo, era inevitable la nostalgia de otros días.

Entre las brumas del recuerdo encontró la casa. Los corredores mucho más largos… No… Era que sus pasos eran más lentos y torpes y su visión mucho más borrosa; tanto que, tropezaba a cada instante, en cada recodo, con cada obstáculo…

Oscurecía.

Como pudo, llegó a la sala. Allí estaba ella. En su silla, color verde oscuro. Sonriendo a su llegada y brindándole amor, como siempre. En la pequeña mesa,  un cesto iluminaba el entorno. Contenía las más hermosas joyas, jamás vistas. Ella, tomó la más resplandeciente y se la entregó.

DESPUÉS DE LA MUERTE

DESPUÉS DE LA MUERTE

Eligio Palacio Roldán

Prácticamente todos los que creen en un Dios piensan en que la muerte es solo un paso hacia otra vida, más feliz quizás, en otra dimensión; los que no, asumen la muerte como el final. Unos y otros, solo hablan de teorías y creencias. No hay ninguna certeza. De lo que sí hay evidencias es de lo que sucede con los vivos después de la muerte de los seres queridos. Incluso, hay cientos de libros y profesionales de la salud dedicados a la elaboración del duelo. También líderes espirituales y se habla hasta del “Médium”, persona con supuestos poderes para comunicarse con el espíritu de los que ya se fueron.

Obvio que después de la muerte de un ser querido cada historia sigue siendo individual, aunque tenga rasgos comunes con muchas otras, como la tristeza, la sensación de soledad y la impotencia ante lo irremediable. La mía, en relación con la muerte de mi madre se condensa en lo siguiente:

En los albores de la muerte, acompañando un dolor intenso, el miedo y la ansiedad por la llegada del momento crucial. Luego una inmensa soledad: El vacío.

Después, el deseo de que nadie te hable, nadie te diga, nadie te consuele. Sentir y apropiarte de esa soledad con multitud de recuerdos que, por alegres que fuesen, provocan lágrimas.

Pasados los días los recuerdos se transforman en nostalgia. La imagen de cada una de las pertenencias de quien se fue, en un dulce dolor.

Después los reproches por lo que se hizo mal, en un repaso de la vida en común. Y cuando no los encuentras en tu pasado reciente, la búsqueda martirizante se va hasta los recuerdos de la infancia. Y, obvio, aparece alguna culpa por insensata que parezca.

De la mano de los buenos recuerdos, la seguridad de que se hizo el máximo esfuerzo y de que quien se fue ya no te necesita, llega una gran tranquilidad en sintonía con el universo.

Pero quizás lo más trascendental de la vida después de la muerte, de un ser querido, es la sensación de ruptura. La vida se te parte en dos: te sientes diferente, eres diferente. Lo primero es el comprender la finitud de tu existencia y en consecuencia emprender las acciones que te permitan cumplir tus sueños. También la certeza de que tú eres protagonista de tu propia historia y de que los otros son los otros, que ya vas a vivir por ti y para ti. Es la ruptura, cierta, del cordón umbilical después de muchos años.

Obviamente esa ruptura implica una relación diferente con tus seres cercanos, con tu medio social y seguramente con el resto del universo.

Y el gran logro: poder escribir sobre tu propia experiencia, después de la muerte.

EL VIAJE

EL VIAJE

Eligio Palacio Roldán

Las gentes corrían por las calles tratando de abordar algún vehículo que los llevara al encuentro con el hombre. Él se negaba hacerlo, primero, porque no había caído a los pies del personaje como casi todos los habitantes de la región y, segundo, porque allí quedaría ella, en el balcón, siguiéndolo con su triste mirada hasta perderlo en la distancia.

Pero no fue así. El extraño vehículo lo deslumbró: Era una especie de tráiler con compartimientos individuales y sillas en forma de hamaca. Estaba en la próxima esquina y había un puesto para él.

Como pudo llegó a su casa sin saber que vestuario llevar, no sabía a donde iba. Quizás iría a un sitio de clima cálido y sin embargo tomó un abrigo. Era otro frío el que trataba de menguar. Salió corriendo. Allí quedó ella: triste, preocupada, ansiosa esperando su regreso.

Las gentes se arremolinaban al pie del vehículo. Como pudo, con mucha dificultad, prácticamente arrastrado por sus compañeros de viaje, ascendió hasta su sitio. Desde lo alto, con el temblor propio de una hamaca meciéndose por el movimiento de un vehículo y de su mismo temor, divisó su pueblo.

Unas grandes y sucias piscinas de un parque acuático y unas altas edificaciones, que no conocía, lo deslumbraron. Ese no era su pueblo, se encontraba sobre una ciudad extraña.  El suyo, aquel pequeño y bucólico lugar, que la contenía a ella, solo existía en sus recuerdos o quizás en su imaginación.

LA CASA DE LOS OTROS

LA CASA DE LOS OTROS

Eligio Palacio Roldán

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No alcanzaba a entender muy bien cuándo y por qué había abandonado su casa, pero tenía claro que lo había hecho.

Ese día o noche, tampoco era fácil determinarlo, lo invadió la nostalgia: se preguntaba si aún las rosas adornarían el jardín, los naranjos continuarían esparciendo el olor de sus azahares y sus frutos caerían al piso, ya maduros. También por las palomas  que salían al vuelo desde los portones cuando escuchaban el galopar de los caballos y el sonido de las herraduras haciendo chispas sobre el callejón empedrado. Y el inmenso patio de piedras grandes y limpias.

¿Quién habitaría su casa?, ¿Quién usaría sus cosas?, ¿A quién le vigilarían su sueño las lechuzas, allí acurrucadas, todo el tiempo, en todos los tiempos? ¿Sería gente buena?

Una sensación de impotencia le invadió. No había forma de recuperarla. Ahora era de los otros y esos otros estaban allí, felices. Tan felices que no alcanzaban a notar su presencia.

Una mirada triste recorrió cada uno de los espacios de la que fue su casa: Las tapias del patio ya no existían, tampoco la vieja cocina,  con la leña ardiendo, y mucho menos el caño de agua cristalina. Tampoco eran sus muebles. Sus objetos personales habían desaparecido y ahora la casa estaba llena de elementos extraños.

En la sala alcanzó a descubrir el zarzo. La escalera no estaba para subir. ¿Pero para qué hacerlo? Tenía la certeza que, de él, allí tampoco quedaba nada.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas y silenciosamente, como había llegado, desapareció en medio de la oscuridad.

A lo lejos solo percibía un rayo de luz, rayo que ni siquiera alcanzaba a iluminar su triste figura.

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