ALGUNA VEZ…
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‘ALGUNA VEZ UNA CANCIÓN’
‘ALGUNA VEZ UNA CANCIÓN’
Eligio Palacio Roldán
En medio de un intenso frío y una densa neblina, de un día de diciembre, El Viajero ingresa a un Kiosko que ocupa la tercera parte del pequeño parque. Se le antoja desproporcionado y suntuoso, quizás reflejo de la cultura traqueta que invadió el pequeño pueblo y las grandes ciudades, hace ya más de 20 años.
Gentes con cabezas ya canas ocupan unas cuatro mesas, el resto está inmensamente solo, como él en esta nueva vida. En un extremo, una mujer blanca, alta, de cabellos cortos y grandes ojos verdes que miran, sin ver, las luces del parque, le recuerdan un amor y una tristeza de ayer.
El hombre sería 20, 25, 30, quizás 40 años mayor que ella, pero la amaba con los mismos bríos de la juventud. Ella decía amarlo en secreto por el temor que sentía por lo que dijeran sus padres, su familia y, en últimas, todo el pueblo. Se veían a escondidas al salir de misa tras las columnas de la iglesia. Allí se habían besado alguna vez. Luego, en un kiosko mucho más pequeño y humilde que el de hoy, sus miradas se cruzaban pero ella trataba de esquivarlas. Le parecía que él hacía muy evidente ese amor imposible.
Él solo logró comprender lo imposible de ese amor cuando la vio del brazo de su amado: joven como ella, hermoso como ella. Estaban allí, en el kiosko.
Después, las manos nerviosas del hombre no atinaban a echar las monedas en la rockola, cada vez que los veía, y, luego, con la visión nublada por las lágrimas y el licor, cantaba desesperadamente un trozo de la canción de Leonardo Favio: “Alguna vez una canción”…
“… ¿Qué tal?
que bien se te ve,
ya ves
yo estoy siempre igual
no puedo enfrentar
esta realidad
de no verte más,
de mi soledad
pero yo sé
que alguna vez
una canción
te envolverá, eh
y llorarás, y llorarás
por no poder volver atrás. eh… “
Y atrás jamás pudo volver. Nunca pudo ser feliz en su matrimonio, decían algunos. Otros afirmaban que el esposo nunca la amó. Y se le vio sola en los buses que la traían y la llevaban desde y hasta la ciudad, en los eventos sociales, en misa. En fin, en el pueblo.
En sus recuerdos siempre estuvieron presentes las palabras del hombre: “Yo sé que no me quieres y lo tengo que aceptar, pero sabrás que en esta vida nadie te dará el amor que yo te brindo. De eso, estoy seguro”.
Allí estaba, ahora: vieja, sola y triste. A tan solo a unos metros del hombre y el hombre la miraba entre lágrimas de ayer y de hoy, de siempre, sin poder hacer nada, sin poder acercársele.
Y entonces con voz trémula pedía, una y otra vez, uno y otro trago y aquella canción que la envolvía en medio de lágrimas y la protegía de la neblina y del frío.