DEL AMOR POR EL METRO DE MEDELLIN A LA DESIDIA POR TRANSMILENIO

DEL AMOR POR EL METRO DE MEDELLIN A LA DESIDIA POR TRASMILENIO
Eligio Palacio Roldán
TransLink, Brisbane – Australia

En octubre de 2014 escribí la columna UN VIAJE EN TRANSMILENIO http://wp.me/p2LJK4-13a, en ella afirmaba “Transmilenio es un excelente medio de transporte, muy similar al metro de Medellín, un acierto de Enrique Peñalosa que no se ha reconocido suficientemente en Colombia; sus problemas, los mismos del metro, la oferta es mucho menor que la demanda…”

A raíz de las protestas de hace algunas semanas en Bogotá contra el sistema masivo de transporte, retomé la columna y mis reflexiones sobre Transmilenio. Sigo sosteniendo los mismos argumentos, hay que decir que tanto el Metro de Medellín como el Transmilenio de Bogotá son excelentes medios de transporte, que viabilizan el desarrollo y la integración de cada una de las dos ciudades pero, ambos, se quedaron pequeños para el crecimiento de dichas urbes.

Si el sistema de transporte de Bogotá es caótico en horas pico, lo mismo ocurre en Medellín, en una escala algo menor; no es si no tratar de ingresar o de salir del metro entre las 6:30 y las 8:30 de la mañana o entre las 17:00 y las 20:00 horas para entender la similitud entre los dos sistemas: largas colas, estrujones, riesgos de atracos, desordenes al cerrar las puertas, etc. Entonces, ¿por qué uno parece ser la panacea y el otro un caos?

Los dos presentan errores de diseño, los dos han tenido problemas en la inversión de recursos para ponerlos en marcha, los dos tienen muchas limitaciones y, sin embargo, el Metro lo aman los paisas y lo aprecian los extraños y a Transmilenio no. Todo obedece a una cultura pensada y difundida desde el Metro (Cultura Metro), cultura ausente en Transmilenio de Bogotá. Obvio, también influye el regionalismo y la ambición de los paisas de ser los mejores.

“La Cultura METRO es entendida como el resultado del modelo de gestión social, educativo y cultural que el METRO ha construido, consolidado y entregado a la ciudad. Este modelo puede ser adoptado, total o parcialmente, por otras ciudades e instituciones que tengan como propósito la construcción de una nueva cultura ciudadana, la convivencia en armonía, el buen comportamiento, la solidaridad, el respeto de normas básicas de uso de los bienes públicos, el respeto propio y por el otro, entre otros aspectos.

A partir de 1994 la Empresa se propuso generar una nueva cultura en los habitantes del Valle de Aburrá consolidando, paralelamente, relaciones de confianza con los vecinos de las estaciones y las líneas del Metro para generar sentido de pertenencia y actitud de cuidado y preservación del sistema de transporte.”(https://www.metrodemedellin.gov.co/CulturaMetro.aspx)

“Cultura TM’ se encuentra en el marco del proyecto Cultura Democrática y Ciudadana, estrategia de la Bogotá Humana diseñada para sensibilizar a la ciudadanía en comportamientos y conocimientos enfocados a mejorar la convivencia y el sentido de apropiación por la ciudad. En el largo plazo se busca la ampliación de un conjunto de capacidades cívicas, tanto en la ciudadanía como en los funcionarios del gobierno de la ciudad, que potencien un ejercicio más democrático, creativo y constante de sus libertades y derechos sociales, económicos, políticos y culturales.” (http://www.transmilenio.gov.co/es/articulos/cultura-tm-un-programa-para-movernos-mejor)

Y ahí está el secreto. Mientras la Cultura Metro es “el resultado del modelo de gestión social, educativo y cultural que el METRO ha construido, consolidado y entregado a la ciudad”, la Cultura Transmilenio parece ser solo una estrategia de las alcaldías de turno. Es decir, mientras los ciudadanos de Medellín y de Antioquia sienten que el metro les brinda bienestar, seguridad  y confort, los habitantes de la capital sienten que el Transmilenio hace parte del gobierno y que éste está en la obligación de prestar un buen servicio. A uno se le agradece, al otro se le exige. Además, pocos antioqueños asocian su sistema de transporte con el gobierno local, aunque es bien sabido que los gobiernos de Medellín siempre son percibidos como buenos y se les toleran algunas dificultades y los de Bogotá son señalados como nefastos y no se les perdone nada.

¿Qué hacer entonces? Pues independizar a Transmilenio de los gobiernos de Bogotá, darle identidad y autonomía. “Copiar” la Cultura Metro de Medellín, aunque parezca un poco tarde y vencer la desidia de los bogotanos hacia su sistema de transporte.

ANTES DEL FIN

El año anterior tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Brisbane-Australia y degustar su sistema de transporte TransLink, un sistema bastante parecido a Transmilenio.

Brisbane cuenta con un tren, digamos que de cercanías, con varias estaciones en la ciudad y en las afueras de la misma; un sistema de transporte fluvial por el río que la atraviesa y un sistema articulado de buses, con cientos de estaciones, igual a Transmilenio. Bueno no igual, parecido. Allí las vías son rápidas, hay túneles por todo el centro de la ciudad, con semáforos incluso, una tecnología que le permite al usuario abordar los vehículos a tiempo, con solo consultar el celular para saber la hora de arribo a las distintas estaciones, y una cultura envidiable. Obviamente, Australia es un país desarrollado y Colombia pertenece al cada vez más empobrecido tercer mundo. El problema no es el sistema de transporte, está en su capacidad financiera y política para desarrollarse y prestar un buen servicio.

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DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (PARTE II)

DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (PARTE II)

Eligio Palacio Roldán

Al día siguiente, el Guía nos despertó a las tres y treinta de la mañana. Rápidamente me cambié de ropa, empaque mis cosas y envolví y até la colchoneta como nos habían indicado la noche anterior. Cerca descubrí a la japonesita sin poder hacer lo propio, me le acerqué y le ayude. Llevamos las maletas al tráiler de la van y me dirigí al baño a las necesidades matutinas, sin poderse asear adecuadamente (no sé por qué desapareció el bidé de nuestra cultura). Cuando salía hacia el vehículo descubrí las duchas. Demasiado tarde.

Desayunamos en el camino, mientras divisábamos el Uluru a lo lejos. Después una larga y extenuante caminata por la cadena de montañas Kata Tjuta y el encuentro con el lugar con la mayor intensidad de viento que he conocido, (por describirlo de algún modo es el encuentro de dos corrientes de aire en el cruce de dos calles, conformadas por altas rocas). Al medio día, el nuevo campamento con improvisadas carpas desgarradas.

En el campamento había señal telefónica y de internet, eso fue un gran consuelo para mí. Llame a mi sobrina Cristina y a Héctor, su esposo, y les dije que ese viaje era demasiado duro. Que regresara, me dijeron ellos. Lo estuve pensando, pero continué.

Almuerzo, piscina y de nuevo a observar el Uluru desde lejos. En ese intermedio se me acerca una señora, bastante adulta, y me indica, con gestos, que tiene una buena idea para que duerma mejor, era un par de colchonetas que se había conseguido en una de las carpas. Una era para mí, pero no gratis.

La noche llegó cargada de amarillos en el cielo y temores en mi espíritu. El grupo se reunió a conversar junto a la fogata y yo me retiré a una prudente distancia a buscar un sitio para pasar la noche. Lo encontré debajo de dos pequeños árboles y me dispuse a dormir. Miré las estrellas, me estremecí con su nitidez y belleza y concilié el sueño hasta en que un viento helado arrastró tierra desde otros lugares y amenazaba con arrastrarnos también a nosotros. Entonces comprendí lo de las carpas, pero yo estaba fuera de ellas.

El guía me despertó, a las tres de la mañana, había que dejar todo como estaba, desayunar rápido y partir, por fin, hacia el Uluru. La caminata otra vez intensa. La señora que me había brindado la colchoneta, por su edad, siempre se quedaba de última, sola. A medio camino, la esperé para que me tomara una fotografía. Indignada, me dijo que no. Entonces comprendí que su interés, en mí, era para que la acompañara a su paso, pero yo no estaba dispuesto a ser el bastón de nadie en esa excursión. Entonces entendí que Yonatan quizás pensaba lo mismo con respecto a mí y, desde entonces, lo ocupé muy poco.

El Uluru es impresionante: su color ladrillo, su misterio, su imponencia y todas las leyendas que seguro encierra. Leyendas para las que el guía reunía a la gente, en medio de nubes de mosquitos y temperaturas superiores a cuarenta grados, y que, obviamente, yo no entendía.

En la tarde, Yonatan, me informó que el guía estaba buscando un sitio para pasar la noche, pues las condiciones del campamento no eran las más seguras dada la temporada de vientos. En ese entonces ya no me importaba lo que sucediera. Dormí tranquilo. No cambiamos de campamento.

Al otro día viajamos todo el día en medio del desierto, un británico y su esposa se fueron haciendo mis amigos aunque nunca supe sus nombres;obvio al igual que la japonesita y los israelíes y todos en general la relación se fue estrechando, a pesar de las limitaciones del lenguaje. En la tarde llegamos a una mina de opal, un metal precioso que no conocía. Al llegar nos dieron, de cena, pizza. Nunca había comida alguna tan buena; la dieta del desierto me tenía harto. La noche la pasamos, por fin en una cama,  en un socavón adaptado como dormitorio, con baños externos. Algo maravilloso, en este cuarto día de viaje.

En el quinto día también viajamos todo el día pero la vegetación se alejaba cada vez más de la del desierto de los primeros días. Visitamos varios parques en donde, como en todo el viaje, se adivinaba la presencia del Estado con las señalizaciones, las duchas, los baños,  las piscinas y los lugares con estufas y agua tratada para la estadía y la alimentación de los turistas.

Pernoctamos en un sitio con pequeños apartamentos adaptados en contenedores. Tuve la fortuna de contar con uno para mí solo, con su nevera, su cama y su mesa. Ahí pude hacer la selección de los confidenciales de Lo Mejor del Domingo. Hizo un frío demasiado intenso.

Y el sexto día, también de viaje, me llevó a la ciudad de Adelaida donde tomaría mi siguiente tour.  Una media hora antes comencé  a ver en el cielo algo que no alcanzaba a dilucidar que era; pero no se trataba de nada extraño, eran simplemente las nubes que aparecían de nuevo en el cielo, después de seis días de rodar por el desierto.

No veía la hora de llegar a Adelaida, a un hotel, con baño individual. Pero no fue así, me tocó dormir en una habitación con cinco personas más, desconocidas y soportando un intenso olor a «pecueca».

Después sería otra aventura más placentera, con los tres israelíes, la pareja que creo se quedó con mis gafas y unas nuevas personas con ganas de aprender español, que hoy son mis amigas en el Facebook, y un guía que a pesar del idioma se preocupó mucho por mí. La japonesita me dijo adiós en Adelaida.

DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (Parte i)

DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (Parte I)

Eligio Palacio Roldán

Dos cosas he querido conocer en la vida: la nieve y el desierto. Descubrir la nieve fue una experiencia maravillosa y conmovedora. Sucedió el año anterior en Ushuaia,  Patagonia Argentina (Ver SOÑAR Y NADA MAS USHUAIA http://wp.me/p2LJK4-SB – USHUAIA,  TIERRA DE LAS HADAS  http://wp.me/p2LJK4-SD). Fue tanta la emoción que se me salieron las lágrimas. La posibilidad de conocer el desierto se presentó tan solo hace un mes, en un viaje a Australia.

La idea de viajar al desierto, solo, parecía, y de hecho lo era, una osadía. Una osadía si se tiene en cuenta mi limitación en el uso del inglés y la inexperiencia en turismo de mochila (Backpacker tours, decía el guía).

Pues bien, todo comenzó con un viaje en avión a Alice Spring una pequeña ciudad perdida en el desierto australiano: una temperatura de 40 grados centígrados me recibió y el uso del traductor de google, en el celular, para preguntar dónde comía algo. Luego de almorzar quise recorrer la población pero una discusión o una fiesta, que se yo, entre indígenas me atemorizó hasta hacerme ir al hotel para tomar fuerzas para el día siguiente.

La madrugada me sorprendió sin saber tostar el pan para el desayuno, un guía y una pareja de desconocidos que hablaban inglés, “pinchaitos” diría yo. Fuimos recogiendo 16 personas más y el viaje comenzó. Larga caminata por una montaña rocosa, algún gesto de simpatía de una japonesita, que me tomaba las fotos y se me perdieron las gafas de sol. Lo noté ya en la tarde.

El guía me hizo señas de que alguien hablaba un poco de español. Era Yonatan, un israelí de 23 años con los mismos rasgos de los judíos de las películas de Semana Santa, en televisión. Las gafas las había encontrado alguien, pero como que las había dejado en el desierto. Nunca creí ese cuento y sospeché siempre que la pareja que conocí, inicialmente, se había quedado con ellas.

A eso de las dos de la tarde llegamos al campamento de ese día, alguna hierba y árboles en medio del desierto. Almuerzo elaborado entre todos (menos yo que no sabía que hacer): lechuga en bolsas, tomate y pepino picado, una especie de salchichón y agua, mucha agua, que tomábamos de “canillas” dispuestas para el efecto en toda la ruta. Mosquitos, muchos mosquitos. Quería ducharme pero no encontré ducha. Pregunté al israelí por el baño y me señaló los inodoros. No hubo baño ese día. Cielo inmensamente azul todo el tiempo, sin nubes, en el día; amarillo y rojizo en el atardecer; lleno de estrellas en la noche. Temperaturas superiores a los 40°C con la luz del día. Luego, a lo lejos, divisamos el Uluru. (Ver DESIERTO AUSTRALIA I http://wp.me/p2LJK4-1ty).

Después de cenar, lo mismo del almuerzo, llegó la hora de “dormir”: fogata, colchoneta y sleeping a un retiro prudente de los demás (por mi forma de roncar).

La noche comenzó mirando las estrellas, ahí encima, claritas. Un intenso calor me hizo abrir el sleeping y quitarme la camisa de la piyama.  Un gracias a Dios por tanta belleza y todo el pasado, el presente y el futuro incierto, de este ser viviente, en el mismo escenario. Todos los fantasmas reunidos: los de la infancia, la escuela, el colegio, la universidad, la DIAN, el periodismo, la familia, la finca… Todos. Creo me subió fiebre. Y todo el inconsciente se hizo consiente y soñé y desvarié y ronqué y grité… Y el guía trataba de que guardara silencio, de que dejara dormir. Creí enloquecer. Y luego, no sé a qué horas los vientos parecieron llevarse los árboles y a nosotros también, como al Macondo de García Márquez. Y hacía frío, mucho frío.

La historia continúa en DE VIAJE POR EL DESIERTO AUSTRALIANO (PARTE II) https://eligiopalacio.com/2015/12/03/de-viaje-por-el-desierto-australiano-parte-ii/ 

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