PRIMITIVO

PRIMITIVO
Eligio Palacio Roldán

creciente roja

Doña Gabriela se dio vuelta y sintió como si la centenaria puerta que acababa de cerrar le cayera encima. Trató de observar algo en medio de la oscuridad de la noche pero sus ojos, ya cansados, solo alcanzaron a distinguir el salpicar de la lluvia al caer sobre el empedrado de la calle. Se sintió más tranquila, tomó entre sus manos un costal de fique, se cubrió con el pañolón, bajó sobre su cara un manto oscuro  y comenzó a caminar por la calle Guanteros en dirección a la plaza de Lapario.

Llovía, como era lo normal en aquella época del año, hacía pocos días  había pasado la creciente «del Señor de los Milagros»; serían las doce de la noche y el frío presagiaba que llovería durante muchas horas más. El pueblo parecía, hoy más que nunca, igual al cementerio: estaba desierto y sólo se escuchaban el ruido de la lluvia y el rugir del río. Todos los pobladores se habían retirado a descansar antes de las ocho de la noche, cuando se apagaba la planta eléctrica y sólo allá arriba, en San Isidro, en la casa de las López, algunos solitarios retozaban en los brazos de Olympia y sus muchachas.

Doña Gabriela pensaba en su presente, su pasado y su futuro; en las cuentas que tendría que rendir a los laparianos del cementerio, en su hija moribunda que había dejado en la cama, en su prestigio, en su orgullo doblegado: «¿Cómo, con la frente en alto, iba a recoger la limosna en la Misa Mayor, cómo explicar, qué decir?, y ¿Por qué a ella, por qué…?. Sólo estaba segura de una cosa: había obrado bien. Nadie podría saber, jamás, lo sucedido.

Había sido una mujer feliz; se casó «bien casada». Ocupaba una casa, grande, soleada y llena de flores, en la parte alta del pueblo, que era objeto de envidia para muchos. Tenía ocho hijos entre los cuales Carmen, la mayor, era la damita más cotizada por los solteros importantes… pero, ¿por qué precisamente Carmen le había hecho esto? No encontraba una explicación lógica… Tal vez si no la hubiese enviado a estudiar a la ciudad, nada de esto estaría pasando…

Un ruido de ventana que se cierra, sacó a doña Gabriela de sus pensamientos. Palideció, un sudor frío le recorrió el cuerpo, miró aterrorizada y vio por entre las rendijas cómo una luz se apagaba. Estaba delatada y para completar eran las Palacio, aquellas viejas tan chismosas, las que la habían descubierto. Agilizó el paso. Una lágrima corrió por su mejilla derecha al recordar los crueles acontecimientos de los últimos días…

Carmen había llegado de Medellín, hacía escasos ocho días, expulsada de la Normal de Señoritas, con un mensaje de la rectora donde lamentaba lo sucedido. Su llegada fue un misterio, nadie lo supo; doña Gabriela se encargó de que todos se fueran para la finca, y luego aquellos días de tortura y  el llanto y la tristeza y las pócimas que tuvo que tomar, y los dolores del cuerpo y del alma. Y el vacío.

Aquella plaza le pareció más grande que nunca a doña Gabriela. Los muertos también se habían retirado ya. La lluvia se hacía más fuerte, el viento azotaba los pinos del parque, el agua de la pila se regaba y se confundía con los otros arroyos. Un galopar disparejo se sintió sobre el empedrado y el terror se apoderó de doña Gabriela y quiso gritar y sin importarle lo que sucediera lo hizo… Fue un grito que estremeció a Lapario, que nadie ha podido olvidar. Los laparianos del pueblo se enrollaron en sus cobijas, los del cementerio entendieron lo sucedido y se miraron sin hablar. La mula de tres patas y su arriero corrieron más que nunca a medida que centenares de tabacos quedaban esparcidos por la calle.

Por fin había llegado a su destino. El agua amenazaba llevarse el puente. Doña Gabriela levantó la cabeza, miró sus manos y las vio siniestras, luego introdujo la derecha en el costal y sacó un feto sangrante. Con la izquierda le dio la bendición y en medio de las lágrimas y con el agua lluvia santificante le bautizó. «Tú eres Primitivo», le dijo; luego lo depositó nuevamente en el costal y lo tiró al río.

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