EL ERMITAÑO Y EL AZULEJO
Eligio Palacio Roldán
Esta historia está dedicada a alguien que seguramente no la leerá, que si la leyese probablemente no la entendería y si la entendiese, no le gustaría.
El Viajero recorre el estrecho cañón en donde, El Ermitaño, pasó sus últimos…, bueno, muchos días; ahora le parece tan angosto, tan pequeño, tan cercano a la civilización que no entiende cómo, allí, pudo vivir, alguien, aislado del mundo; es que, definitivamente, todo había cambiado, ya ni serpientes existen en la zona, y mucho menos, claro, azulejos.
Desciende con dificultad hasta el antiguo río que hoy muestra, con desdén, sus inmensas rocas, desnudas a la intemperie, sin líquenes ni musgos adheridos a su superficie; allí El Ermitaño recibía el sol en las mañanas, sin ropas, tranquilo, desinhibido.
La leche de una pareja de cabras, los huevos de unas dos gallinas y un sembrado de verduras, de no más de cuatro metros, eran el sustento del hombre; también, algún día de caza.
Cuando alguien podía mirar, entre el bosque, el refugio de El Ermitaño, difícilmente decidía cuál de los mortales era el más viejo…
EL Viajero recuerda que el hombre tenía una vida, relativamente normal; muy solo, desde niño, decían. Después, un amor imposible lo condenaría al exilio, para siempre.
No le importó nada, ni un futuro que parecía promisorio, ni las lágrimas de su madre.
Al comienzo vivió a cielo abierto, se la pasaba contemplando las formas y el movimiento de las nubes, en los días, y las estrellas, en las noches. Uno de los atractivos de la zona era ver, al languidecer la tarde, el cielo cargado de amarillos, rojos y azules y escuchar el rasguear de una guitarra, en conciertos con ranas y grillos, cargados de despecho.
Alguna vez, se vieron helicópteros cruzar el cielo y se escucharon disparos; El Ermitaño sintió miedo y se ocultó en una cueva; salía poco. Fue entonces, cuando hasta allí llegó un hermoso Azulejo que le devolvería la sonrisa, la alegría y las ganas de vivir.
Cuentan que a El Ermitaño le brillaban los ojos de felicidad cuando, en las mañanas, llegaba El Azulejo y depositaba sus paticas desnudas en el borde de la cueva; afirman, que le traía recuerdos de amores pasados; mirándolo, al hombre se le desprendían lágrimas de sus ojos.
Era tanta la alegría de El Ermitaño, con la presencia de El Azulejo, que creyó necesario prolongar su felicidad y decidió, entonces, encarcelar el animal. Como pudo, con restos de alambres, dejados por las crecientes del río, construyó una improvisada jaula que permanecía abierta y en la que depositaba exquisitos manjares para agradar a El Azulejo, permitirle tomar confianza y luego atraparlo.
Una mañana de diciembre, por cierto, El Ermitaño permaneció desde la madrugada esperando la llegada de El Azulejo, pero éste nunca llegó. Dicen que, desde entonces, el hombre pasó sus días anhelante, expectante, esperando el arribo del animal; que al hombre se le vio triste, muy triste, que la desgracia se precipitó, otra vez, sobre su existencia y que no sonrió más.
El Viajero se inclina y, entre los matorrales, descubre los restos de la jaula que construyó El Ermitaño; está oxidada y, al tacto, pareciera contener grumos de sangre.
Dicen que el Ermitaño se suicidó cortando sus venas con los alambres de la improvisada jaula, a los pocos meses del abandono de El Azulejo y a las pocas horas de sacrificar el par de cabras, las gallinas y arrancar, de raíz, las verduras…
Las gentes de la región tuvieron noticia de la tragedia, varios días después, por la presencia de los gallinazos.