ERA TARDE

ERA TARDE

Eligio Palacio Roldán

El viajero, lo recuerda porque  era el más claro ejemplo de aquel refrán de su madre, bueno, de casi todos los padres de familia, en todos los tiempos, cuando echan cantaleta: “Árbol que nace torcido, jamás se endereza”.

Su presencia fue notoria, tan solo,  a los meses de haber nacido, quizás años; unos decían que no era visible, otros que era muy raquítico y feo; no se sabe, lo cierto es que fue pisoteado muchas veces, tantas, que los más grandes lo miraban: algunos con lástima, otros con burla y los demás con desprecio.

Se torció a muy corta edad y aunque hizo muchos esfuerzos, por enderezarse, no lo logró; nunca se le vio ni el esplendor, ni la alegría de los otros, siempre estuvo desarropado, triste, melancólico; algunos quisieron ayudarle y algo lograron, no mucho; jamás pudo igualar a los demás, que miraba siempre desde abajo, con una mezcla de desesperanza y envidia. Las gentes no le auguraban ningún futuro; que no era normal, decían.

Un día, pasados muchos años, sintió un dolor muy grande; era un desprendimiento que cambiaría su existencia, para siempre. De repente, se vio en un lugar lleno de luces, tantas que no le permitían diferenciar los días y las tinieblas; en su vida solo sabía de los fuegos fatuos, que cruzaban el firmamento, en las noches sin luna.

Y entonces, de ser aquel a quien solo se le prestaba atención para maltratarle, pasó a ser el centro de atracción de la familia; todos se reunían a su alrededor, lo vestían con las mejores galas, le cantaban e incluso hasta le oraban. Esa fue la época más feliz de su existencia; pero la alegrías tan solo son instantes fugaces, mientras las tristezas son eternas.

Una noche todos los integrantes de la familia amanecieron a su alrededor; al comienzo era alegría y fiesta, solo se escuchaban risas, aplausos y felicitaciones, pero con el transcurrir de las horas el ambiente se volvió tenso; algunos discutieron, se pelearon y se marcharon de la casa, con la promesa de no volver jamás. Desde entonces, su vida  fue peor que antes, permaneció  olvidado en un rincón de la casa. Ya la existencia no giraba a su alrededor, ya no habían luces, ni reconocimiento, tan solo algunas miradas de “lástima, burla o desprecio”.

Una mañana de enero fue expulsado de la casa sin saber que allí, en la sala, en las escalas,  iban quedando, regados, retazos de su vida.

Fue arrastrado por las calles solitarias del pueblo; los niños, como en su infancia,  lo pisoteaban y se reían, mientras él se iba haciendo pedazos. Ahora no lloraba, no sufría, no aspiraba a ser como los otros; comprendía que el comienzo y el fin no existen, que son solo una ilusión, que después de un tiempo todo vuelve a su estado natural, que no vale la pena luchar por lo efímero; pero, ahora, ya era tarde, iba a descansar para siempre, como lo hacen los demás chamizos de Navidad.

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