
Un día, el antiguo acólito regresó al pueblo, revestido de autoridad, era el Señor Cura. El Ahogado, dispuso ir a su encuentro en una cabalgata hasta el puente del río, donde años más tarde acabaría con su vida; allí se vio a los dos hombres abrazarse con afecto, con “mucho afecto” dijeron maliciosamente algunos. La Mujer, en el pueblo, era la encargada de las viandas para el recibimiento.
La Mujer aprovechó esa misma tarde para pedirle al Señor Cura la recibiera en confesión. A los pocos días le dijo: “han sido muchos años de dolor, me siento avergonzada con lo que le voy a decir pero es que no tengo con quien hablar; mire Señor Cura, me casé por seguirle la corriente a mi familia, siempre he querido a otro hombre, lo he deseado, le he idealizado y nunca he podido estar en sus brazos; pensé que el matrimonio calmara mi avidez, pero no fue así. La verdad, Señor Cura, tengo muchas dudas con mi marido, casi no logra engendrarme un hijo, no le gusta besarme, ni tocarme, ni acariciarme, hace muchos meses, quizás años, no hacemos el amor, ya no sé qué hacer, los años pasan…
Y los años, habían pasado.
La Mujer y El Ahogado se vieron siempre juntos, desde niños. Todos dijeron en el pueblo que eran el uno para el otro, desde antes de nacer. Sus progenitoras eran amigas y los esperaron al tiempo; primero nació El Ahogado, a los dos meses La Mujer; se ponían de acuerdo para sus vestidos, sus fiestas de infancia, su colegio.
Aún se conservan fotos, en sepia, donde se les ven risueños, siempre juntos. En una de ellas, cuando tenían unos siete años de edad, en una procesión de Viernes Santo, en medio del humo del incienso, muchos dicen ver claramente como La Mujer y un niño, de tez morena y dientes muy blancos, se miran amorosamente: ella acompañada de El Ahogado, como siempre, y éste, cruzando miradas de deseo, con uno de los acólitos, que acompañaba al sacerdote.
Hicieron la primera comunión juntos; él le obsequió a ella un hermoso anillo, que hoy conserva una de sus bisnietas, ella a él un par de mancornas que, algunos dijeron, entregó a un chantajista. Ese día, también, hicieron la primera comunión, el niño moreno y el acólito. En la casa de la mujer se ofreció el desayuno para todos; La Mujer obsequió al niño moreno un libro de oraciones, que conservó junto a él hasta la muerte; El Ahogado felicitó al acólito con un estrechón de manos, que pareció electrizarles.
El acólito se fue al seminario, no se le veía en el pueblo sino en las vacaciones, era muy bien recibido en la casa de El Ahogado porque “siempre es bueno estar cerca a los futuros Ministros de Dios”, La Mujer le tenía mucho cariño y agradecimiento porque, mientras él estaba con El Ahogado, ella escapaba a verse con el niño, ahora joven, moreno.
Las madres prepararon el matrimonio, tan pronto terminaron la educación secundaria. La boda se recuerda, como una leyenda; nunca antes se vio en el pueblo tanto lujo, dicen. La víspera El Ahogado estuvo más nervioso que nunca; dijeron que era por su afán para que todo saliera bien: los mariachis, los alimentos y las flores traídos desde la ciudad; las mesas, los manteles, los músicos, los arreglos para la iglesia, para el gran patio de piedras blancas que brilló como nunca. Alguno dijo, en medio de mofas, que el nerviosismo “es por otra cosa”.
La mujer había llorado mucho desde semanas antes; unos dijeron que era el temor al matrimonio, otros, que lloraba por un amor imposible; el joven moreno estuvo borracho durante más de un mes, el día de la boda, se le vio también llorar.
Al regreso de la “luna de miel” a la pareja no se percibió feliz, más bien preocupada; la empleada dijo que se hicieron muchos brebajes, para que pudiera venir al mundo el primogénito, cinco años después de la boda.
La Mujer siguió mirando a lo lejos al muchacho moreno que se fue haciendo mayor; lo percibió así, un día, cuando, a lo lejos, le descubrió una redonda barriga. El joven moreno envejeció solo, esperando un milagro; se le veía en el bar del pueblo, borracho, o en la iglesia rezando.
Una señora tiene que entender a su hombre, le dijo el Señor Cura, a La Mujer, y le ordenó rezar un rosario tres veces al día, durante un mes. Los deseos del cuerpo deben ser controlados, el demonio nos tienta, terminó diciendo el sacerdote.
Era otro Viernes Santo, unos cuarenta años después, La Mujer preparaba los ramos de flores para la procesión del sepulcro, que siempre encabezaba con El Ahogado, desde los años de infancia; unas tijeras hicieron falta para cortar las cintas; subió las escaleras de madera con precaución para no despertar a nadie, después del tedioso viacrucis; entre abrió la puerta de la habitación y los vio a los dos, allí, juntos, en la cama, desnudos, amándose… El Señor Cura y El Ahogado no supieron que decir; La Mujer tampoco.