“RECUERDO” DE LA PROFESORA II
Eligio Palacio Roldán
En este pueblo, como en muchos otros, las historias se repiten de generación en generación, sin poder cambiarlas.
El Viajero llega hasta la pared de la casa abandonada, donde los niños del pueblo dejaron los testimonios de su dolor, por los maltratos de La Profesora.
Se pregunta: ¿Cuántos de ellos podrían superar sus traumas? ¡Cuántos otros sucumbieron ante las palabras descalificadoras y crueles, de esa malvada mujer? ¿Cuántos se suicidaron y se marcharon para siempre? ¿Cuántos otros caminaron por la vida, con el alma muerta, a manos de la demente educadora?
No puede descifrarlo. Fueron tantos los lamentos que unos se sobrepusieron sobre otros, tumbando la cal y dejando la tapia desnuda. Nadie leyó, nadie escuchó. ¿Tal vez sí?, tal vez pudo más el miedo, que el instinto de supervivencia.
La Profesora había llegado al pueblo del brazo de uno de los hijos de los gamonales. Lucía radiante, imponente, desafiante, orgullosa. Vestía de rojo, como casi siempre lo hizo durante toda su vida. “Recuerdo” apareció algunos años más tarde, con tan solo unos días de nacido, en los brazos del esposo de La Profesora. La mujer lo recibió con desagrado, con celos, con rabia.
El esposo de La Profesora era el prototipo del hombre de la región: Machista, mujeriego, bebedor; pero algo no encajaba, muy bien, en su historia.
Aquella tarde, La Profesora lo siguió hasta las orillas de la quebrada y lo vio allí, entre los matorrales, haciendo el amor con otro hombre. Con ira contenida se hizo notar por la pareja y regresó a su casa. “Recuerdo” la recibió con recelo, con desconfianza, con miedo.
La mujer tomó el pequeño cachorro entre sus manos y lo arrojó con violencia contra la pared. Después quiso ahorcarlo. Lloraba, maldecía. En un instante sus manos tomaron las tijeras y de un solo corte castró al indefenso animal.
El Viajero evoca como la sangre de Recuerdo se extendió por la calle hasta la quebrada, como un pequeño hilo de horror.
Dicen que el animal caminó hasta donde su amo; quien al verlo, no pudo controlar sus esfínteres y se orinó en sus pantalones. Dicen además que, desde entonces, el hombre se mojó en la cama, por el resto de su vida; cama que compartió, siempre, todas las noches, con La Profesora.
Algunos dijeron que fue el amigo del esposo de La Profesora, quien curó a Recuerdo.
La profesora permaneció, al lado de su marido, hasta que “la muerte los separó”. Lo amenazaba continuamente con contarles a las gentes del pueblo, sobre sus inclinaciones sexuales.
Cuentan que en los días de calor y lujuria La profesora obligaba a Recuerdo a lamer su cuerpo desnudo; cuando este no accedía a sus deseos lo tomaba de sus patas y lo golpeaba contra la pared.
Con el paso de los días, La Profesora, rociaba todo su cuerpo de miel y harina para que el animal lamiera.
Y toda la frustración, todo el dolor, toda la amargura de La Profesora, eran vertidos sobre los niños, en los primeros años de escuela. En cada uno veía un homosexual, otro más como su marido. Un castrado como Recuerdo. Y no toleraba la idea de que esos niños, un día, la despreciaran por otro hombre. Y los golpeaba físicamente y los torturaba mentalmente y disfrutaba su sufrimiento. Y a solas reía y reía, y lloraba y lloraba.
Y cuando algún niño intentaba suicidarse, con hipocresía, se hacía parte del duelo. Y cuando un niño se atrevía a defenderse se encolerizaba y lo echaba de la escuela. Y los padres no supieron que hacer, tan solo comentar: tenía poder político, poder económico, poder de hacer lo que quisiera con los niños de la escuela, con las gentes del pueblo…
Y sentía un gran placer cuando la vida de un niño, de un adolescente, de un adulto se malograba. Cuando descubría algún homosexual, algún drogadicto, algún ladronzuelo. Se convirtió en regente de la moral del pueblo, por encima de los curas. Y todo el pueblo le temió, y todo el pueblo la sufrió.
Y la veían desfilar orgullosa por la calle, vestida de rojo, acompañada de Recuerdo. Y Recuerdo, apocado, melancólico, ausente; la padeció toda su vida. Una vida muy triste. “Una vida de perros”.
Una noche sin luna, los habitantes del pueblo vieron llegar hasta el cementerio una luciérnaga gigante. Unos minutos después, se escucharon los gemidos lastimeros de un perro. Los mayores obligaron a los niños a dormir: se presagiaba una tragedia.
No sucedió nada, dijeron algunos, en la madrugada. Más tarde, apareció el cuerpo de Recuerdo torturado y ahorcado en uno de los pinos del cementerio; abajo, en el piso, los dientes del animal en medio de grumos de sangre.
Y así, Recuerdo se convirtió en solo una evocación de su nombre. Después vinieron otros perros, a los que La Profesora arrancaba sus dientes, desde cachorros.
La profesora murió, en su casa, sola, alucinada, enloquecida: En medio del fuego que la consumió.
El viajero está absorto tratando de leer los lamentos de los niños, escritos en la vieja pared. Una fila de unos treinta infantes, entre los cinco y los seis años de edad, que se acerca, lo trae al presente. Una profesora de unos 70 años, vestida de rojo, estrujaba a uno de los pequeños, mientras gritaba enfurecida:
“- Usted parece una niña
-¿Por qué no le dijo a su mamá que le hiciera trencitas?
– ¡Marica!”
El Viajero se marcha con la cabeza baja: Piensa que en este pueblo, como en muchos otros, las historias se repiten de generación en generación, sin poder cambiarlas.