«RECUERDO» DE LA PROFESORA I
Eligio Palacio Roldán
– Usted parece una niña, decía
– ¿Por qué no le dijo a su mamá que le hiciera trencitas?, remataba
– ¡Maricas!
El viajero camina sin rumbo. No sabe si lo que le sucede es una bendición o una desgracia: ¿Cuántos quisieran regresar y no pueden? Él, que lo logró, no sabe qué hacer. Es que volver en el ocaso no fue lo mejor, sin duda. Se detuvo en un tiempo que está muy lejos en la memoria; incluso muchos no saben de esa época. Solo quedan restos y esos restos le duelen, le duelen mucho.
Se pasa las horas, los días, los meses y los años añorando todo lo que se fue con las gentes que no pueden regresar. No encuentra con quien hablar, con quien estar: La mayoría lo ignoran y los que quizás lo reconozcan en fotografías sepia, huyen aterrados.
De repente un perro de color negro, como el alma de una antigua mujer, se le abalanza. Se le ve feliz, se para en dos patas hasta alcanzar su rostro. Lo lame, le acaricia sus ropas, salta y da vueltas a su alrededor.
El viajero se queda petrificado. No puede ser posible que “Recuerdo” esté aquí. ¿Tendría qué, ochenta, cien años? Imposible.
Y de la mano del recuerdo de “Recuerdo”, el perro, indefectiblemente llega el de “La Profesora”.
El viajero se desplaza hasta la antigua escuela de varones. Quiere recordar el patio de tierra donde los niños hacían canales, por donde se desplazaban las canicas de cristal, y en el cual, alguna vez, se encontraron restos humanos.
Quiere disfrutar el olor y el polvo de tiza que se adhería a sus humildes ropas de niño, quiere recordar a sus compañeros de clase, a aquellos con quien vivió sus primeros días de infancia, a aquellos con quienes trató de descubrir y entender el mundo.
Recuerda su cartilla “Coquito”, aquella en que aprehendió las primeras letras, los primeros significados. A su primera profesora, su primer amor. Susurra una canción:
“Por algún camino yo la encontrare
y la abrazare
Y sobre su boca mi boca pondré
y la besare
Otra vez las campanas volaran
y otra vez sueños locos volverán…”
Ya no existe el patio, tampoco la escuela. En el patio construyeron un gris coliseo y en el edificio, de la escuela, opera una guardería infantil. De ella se conservan las paredes, quizás el techo y las rejas…
Saltando entre esas rejas, algunos niños esquivaban los azotes que trataba de darles La Profesora; mientras al interior de las aulas los niños aterrorizados, llorando, y los profesores atónitos, no sabían qué hacer.
La mujer, morena, de cabello negro, silueta estilizada. Altiva, erguida, furiosa, trataba de atrapar al niño de turno.
– ¡Hijueputas!, ¡Malparidos!… ¡ayuden! Vociferaba, dirigiéndose a sus compañeros, profesores.
Se dirigía a los niños con desprecio, con amargura. Los castigaba físicamente golpeando con una regla de madera sus débiles manos o sus caderas infantiles. En otras oportunidades usaba un zurriago, que también hacía las veces de bastón.
Pero, era peor el maltrato sicológico. En cada uno de ellos veía un homosexual.
– Usted parece una niña, decía
– ¿Por qué no le dijo a su mamá que le hiciera trencitas?, remataba
– ¡Maricas!
Que era la amante del alcalde, decían. Nunca se supo. Lo cierto es que jamás fue sancionada y por muchos lustros, tantos que el viajero no es capaz de calcular, recibió a los infantes en su primera experiencia escolar.
La mayoría la recuerdan con desprecio. Algunos otros con lástima.
En las tardes y en las noches, “La Profesora”, deambulaba, vestida con largos abrigos, por las calles solitarias del pueblo, en medio de la neblina. Cerca, muy cerca, su perro “Recuerdo”, la seguía temeroso.
Ella, de vez en cuando, volteaba su erguido cuello para darle una mirada cariñosa, si la observaba la gente; o una de desprecio, en medio de la soledad.
“Recuerdo” se agachaba, como queriendo que se lo tragase la tierra, al presentir su mirada. También sentía algo de placer.
El viajero piensa que muchas generaciones de niños sufrieron con La Profesora. Sin embargo, ese sufrimiento nunca será comparable con el de “Recuerdo”.