HISTORIA DE AMOR
Eligio Palacio Roldán
Y un día, una pasión pasajera. Y fue suya por unos instantes que marcaron su existencia, para siempre.
El viajero recorre la calle más larga del pueblo. Aquella que comienza junto a la quebrada y va lamiendo la ladera, hasta juntarse con las nubes.
Muchas cosas le parecen extrañas: Unas pequeñas casas al comienzo; el pavimento; una música estridente que surge de la antigua casa, donde alguna vez funcionó un hotel y en sus puertas, unas mujeres que parecen de la “vida alegre”, mostrando una desnudez jamás vista, en su tiempo de permanencia en el pueblo.
Al frente el asilo y unas cuantas preguntas: ¿Estará vivo aún algún contemporáneo, suyo? ¿Habitará esas paredes? ¿Cuántos años habrán pasado? No lo sabe. No puede saberlo.
Después se enfrenta a un presente muy similar al pasado: Casas altas y blancas, puertas inmensas abiertas de par en par, pisos de ladrillo, ventanas dispuestas para mirar la vida pasar. Y… La vida pasando.
El viajero siente un escalofrío recorrer su espalda. Se inclina sobre el piso de la calle y con sus manos, va dibujando poco a poco las formas de las piedras, que tantas veces desyerbó.
Levanta su mirada y se encuentra con la mujer de sus sueños, con aquella con quien pudo ser y no fue. Emocionado susurra su nombre: Laura.
La recuerda cuando niños: ella llevaba las argollas de matrimonio de su tía, con un niño blanco, de ojos claros, bonito como ella. Iban de la mano, sonrientes y, él, allí, en un recodo de la calle, observándola. Triste. Sin esperanzas.
Y la ve en iguales circunstancias en la primera comunión, en una piñata con muchos niños. Y él, desde fuera tratando de observarla, escuchando sus risas alegres. No fue invitado. Era poca cosa, para que lo hicieran.
Y después la vio con su primer novio. Feliz. Y con muchos más, casi siempre de la ciudad, desfilar de un lado a otro, sin verlo, sin reconocerlo.
Alguna mirada furtiva, quizás, mientras él desyerbaba las piedras de la calle, junto a su casa, en los días más felices de su existencia: La tenía cerca.
Y un día, una pasión pasajera. Y fue suya por unos instantes, que marcaron su existencia. Para siempre.
Y fue solo una vez. Nada más.
Y, después, sus súplicas, sus ruegos, sus sueños. Y los rechazos, las humillaciones. Los desplantes. Las pesadillas.
Y el día de la boda, con aquel con quién creyó encontrar la felicidad: Ese hombre tan distinguido, tan buen mozo, tan diferente a él.
Estaba hermosa: Vestida de blanco, con sus crespos rozando su espalda desnuda y sobre ellos, el blanco velo.
En las manos temblorosas, dos flores de cartucho, también blancos. Y la iglesia llena de flores y de gentes. Y ella emocionada. Y él como una sombra. Siguiéndola. Padeciéndola. Llorándola.
Y luego, en cada Semana Santa, encabezando las procesiones. Siendo la pareja más feliz de la época.
Y después, en aquella noche lluviosa ayudándola a huir hacia la ciudad, a encontrase con un nuevo amor, dejando atrás a su esposo y a sus hijos. Y el largo camino hasta el pueblo más cercano. Y ella, muy agradecida. Y él, con el dolor atravesándole el corazón.
La voz de un joven que le grita, ofuscado, para que se ponga de pie y le deje continuar el recorrido, en su vehículo, lo trae al presente.
Ella no puede estar, ni siquiera, en la memoria de las gentes del pueblo. Fue borrada, como se borran las vergüenzas. Sin dejar huellas.
El viajero se levanta del piso, se limpia una lágrima que corre por su, ajada, mejilla.
Con la cabeza baja, camina lentamente por la calle, hasta que su imagen desaparece en medio de la lluvia, que no cesa de caer por estos días, todas las noches.